Miguel Manzano
SEMANA SANTA Y MÚSICAS
MIGUEL MANZANO

Es difícil librarse, si a alguien se le conoce su oficio de músico, como es mi caso, de que alguno de los medios locales le solicite una colaboración, de vez en cuando, sobre eso que se ha dado en llamar LA PASIÓN DE ZAMORA. Última, por ahora, ‘denominación de origen’, coreada por periodistas y comunicadores como un gran hallazgo literario, en razón del lo que esa expresión se quiere que evoque. Porque una cosa es lo que en lenguaje litúrgico significaba esa vieja palabra: las dos Semanas de Pasión del calendario litúrgico vigente, en que se conmemora la pasión, muerte y resurrección de Cristo, tal como la Iglesia lo ha venido practicando desde hace más de un milenio. Y otra muy diferente es ese evento festivo tradicional-cultural-turístico-comercial-religioso-católico-cristiano(?) en que se ha convertido en los últimos 40 años aquella popular, sencilla, humilde, silenciosa, austera y piadosa para muchos, Semana Santa de Zamora. Es a ese evento, precisamente, al que han dado en llamar LA PASIÓN DE ZAMORA, que tiene en ciertos casos más de apasionamiento (no siempre exento de un entusiasmo rayano en lo fanático) que de sereno y mesurado aprecio por lo propio, y de conocimiento de lo que en esta celebración debería ser lo primero y principal. 
Porque hay un hecho cierto y comprobable: un núcleo de tradición popular durante siglos igual a sí mismo, cuyo contenido litúrgico y piadoso llenaba los templos y desbordaba hacia las calles en no más de cuatro procesiones vetustas, que eran como prolongación de la liturgia (la de los Ramos, la de la Vera Cruz, la de la Soledad o los Dolores y la del Encuentro Passcual), ha ido creciendo a base de nuevos retroinventos evocadores del medievo, y de multitudinarias inscripciones de nuevos socios (léase cofrades o hermanos, para no herir susceptibilidades).
Dejando a un lado estas consideraciones, que son de incumbencia de quien todos sabemos, vayamos a las músicas de la Semana Santa tal como hoy ha llegado a ser. También en este aspecto hay otro hecho comprobable, que es el siguiente: si nos ceñimos a Castilla y León, las únicas Semanas Santas que hasta la mitad de la década de 1960 tenían renombre y eco fuera de nuestra Comunidad eran las de Valladolid y Zamora, una por su valor artístico y brillo social, y otra por austera y popular. Y en cuanto a las músicas, en ellas todavía no sonaban más que un par de bandas, o a lo sumo tres, interpretando marchas fúnebres, no más de una docena, todas ellas memorizadas por la gente, lo que suele ser signo de inspiración y buena hechura musical, y algunos tambores, con o sin cornetines, que se consideraban necesarios, bien para abrir los desfiles, bien para marcar el ritmo a los cargadores.
Pero en nuestra tierra ha sido muy rápido y desmesurado el crecimiento de los desfiles procesionales, en el cual no ha faltado cierto mimetismo y no poco afán de competencia. Como se puede constatar en las páginas web de la Semana Santa de cada una de las nueve provincias, en los últimos cincuenta años el número de procesiones y cofradías correspondientes ha crecido en nuestra Comunidad en más de un 200 por 100. Y consiguientemente, las músicas que ambientan la mayor parte de las procesiones han crecido en la misma proporción.
 Por lo que se refiere a los toques de cornetas y cornetines ‘de órdenes’, raro es el desfile en el que no dejan de sonar esos conjuntos que siempre tienden a la estridencia y que, dado el uso ordinario y las limitaciones de la sonoridad de estos ingenios sonoros, provocan en muchas ocasiones que un cierto tufillo militar se imponga sobre el sentimiento piadoso, y que prime más la imagen de Cristo camino del Calvario entre la soldadesca romana que entre piadosos cireneos y verónicas compasivas. La saturación de estos toques de hechura militar, y la reiteración de las melodías generada por las limitaciones debidas a las escasas posibilidades de estos instrumentos, sobrepasa a menudo, por lo que se percibe en los cientos de videos y tomas de sonido a los que hoy tiene acceso todo el mundo desde su casa, la medida de la discreción y la mesura, sobreponiéndose a la intención piadosa de muchas personas que quieren contemplan los desfiles con un poco más de calma.
Y algo parecido ha sucedido con las bandas de música que marcan el paso fúnebre ambientando musicalmente los desfiles. Para empezar hay que decir que desde siempre la banda local (o bandas, si hay más de una) de cada ciudad ha participado tradicionalmente en las procesiones más solemnes. Pero como muchas de las procesiones recientemente fundadas, o refundadas, o reformadas, han nacido ya con un estilo ostentoso y un tanto ‘competitivo en brillantez’, la saturación vuelve a ser aquí otro hecho constatable, pues muy a menudo se compite también en número de bandas para dar más realce a las procesiones, nuevas o antiguas. Ahora bien, este afán de prestigio puede tener un efecto contrario, pues una banda en un desfile necesita un espacio delante y detrás que permita la secuencia de los tres momentos sin los cuales la belleza musical que genera no se percibe adecuadamente: escucharla desde que viene de lejos, sentirla vibrar dentro del cuerpo cuando pasa delante, y percibir cómo se va alejando, a veces rebotando en las esquinas y rincones de las calles, hasta que su sonido se atenúa. Toda música tiene sus leyes, y si éstas no se respetan pierde gran parte de su valor. Si no se ha extinguido, o casi, el último eco de una banda y ya se echa encima un conjunto cornetero, como sucede a menudo, lo que se produce es algarabía, no un ambiente sonoro con calidad musical.
El sonido de las bandas nos trae recuerdos y sensaciones muy hondas, a los que las hemos venido oyendo desde nuestra niñez. Zamora tiene en este aspecto una historia que los mayores conocemos bien. Una primera etapa difícil, austera por necesidad, que logró sacar a flote el Maestro Haedo. Una segunda de crecimiento y afianzamiento, en la que ya llegaron a sonar más de una docena de las marchas fúnebres más conocidas en toda España, debidas a los grandes maestros que las escribieron desde el conocimiento de los recursos sonoros que les daba su práctica diaria. Don Felipe Blanco Aguirre Director titulado de Banda de Música, el tan olvidado Maestro Blanco, fue el artífice de este crecimiento del repertorio en cantidad y calidad. Y después de un debilitamiento que por fortuna no fue muy largo, una revitalización y crecimiento, debido a quien hoy está al frente de la Banda de Zamora, que se puede calificar como integrador de la tradición zamorana con la apertura a un repertorio renovado.
En cuanto al repertorio de las bandas de música, me permito expresar aquí una opinión que creo fundada más bien en hechos musicales que en preferencias personales que algunos podrían ver, yo no las veo, cargadas de subjetivismo (recuerdos, contenidos emotivos, conexiones sonoras con músicas antiguas…) Aunque vaya en sentido contrario a la opinión de muchos, confieso abiertamente que prefiero las marchas de Emilio Cebrián a las de Ricardo Dorado, a pesar de que Mater mea, de este segundo compositor, ilustre y sabio y maestro, sea tenida por la mayoría, no sólo de los aficionados, sino también de los entendidos en composición, como una de las cumbres del género. Entre las primeras marchas están, a mi juicio, Jesús Preso y Cristo de la Sangre. Porque siendo la textura armónica y el colorido muy semejantes en estos dos autores, es en esas dos del maestro Cebrián donde la inventiva temática logra con mayor evidencia hundir sus raíces en el canto religioso popular, más aún, en la honda severidad de una especie de aura gregoriana, con sus cadencias modales puntualmente respetadas. Es más, por la misma razón prefiero estas dos marchas a la, también celebradísima,  Nuestro Padre Jesús, del mismo Cebrián, pues el comienzo de esta pieza, de perfecta hechura musical, no deja sin embargo de librarse del todo de la semejanza con un pasodoble ‘al ralentí’. Y en cuanto a La Cruz y El dolor de una Madre, del maestro Ángel Rodríguez, pionero en el género, es una suerte, a mi juicio, que continúen sonando en las calles de Zamora, porque son músicas muy cargadas de recuerdos.
Quizá estas preferencias mías sean algo maniáticas, pero creo que estas sutilezas son lo que al final, en música, marca las distancias hacia la perfección del género, tan definido, de lo que debe ser una buena marcha fúnebre procesional, que cumplido el primer requisito, que es la inspiración y el conocimiento de los recursos de una banda de música, son los rasgos musicales de un género tan peculiar, el lugar en que se interpreta y los destinatarios de la interpretación. No creo ser petulante si aprovecho la ocasión para decir que precisamente esos tres requisitos, llevados a dos obras vocales  destinadas a dos procesiones, fueron los que me guiaron cuando compuse el Crux Fidelis, y el Jerusalem, Jerusalem. En los dos casos las raíces son las mismas: el modo segundo gregoriano, lleno de resonancias arcaicas y evocador de sonoridades de la música religiosa tradicional. Volviendo a Mater mea, y con esto termino, mi admiración por el maestro Ricardo Dorado, por esa y por otras marchas, es muy grande. Pero vuelvo a decir: es muy difícil, cuando se domina un instrumento tan complejo y tan rico como una banda de música, librase de provocar la admiración por procedimientos que rozan un poco el efectismo y la brillantez, por efecto de esa plenitud sonora que sólo consigue al cien por cien una banda grande y quien domina la escritura para ella, como es el caso del maestro Dorado.
Toco de pasada un tercer aspecto, sobre el que ya me he expresado largamente en otras ocasiones. Sin ser chovinista provinciano, creo que se puede afirmar que en el aspecto de incorporar los cánticos vocales a los desfiles procesionales, Zamora va a la cabeza, sencillamente porque se ha acertado con una fórmula austera. Como soy en esto parte interesada, prefiero no decir más. Pero si alguien quiere comparar, que escuche, por ejemplo (en YouTube lo tenemos todo), algunos cánticos que se han introducido en varias procesiones de casi todas las ciudades de nuestra Comunidad. Lamentablemente, se puede afirmar que frente a algunos inventos pasables, en otros casos se cumple el certero dicho: ‘De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso’.
            Y hablando de ridículo, vuelvo, para terminar, a los cornetines para deplorar un hecho musical que me parece completamente fuera de lugar. Quien escuche una de las piezas del repertorio de la Banda de Cornetas de la Cofradía del Descendimiento, de Valladolid, (basta con pinchar el título en Google o en YouTube), no saldrá de su asombro, sobre todo si es de Zamora, al comprobar que lo que está oyendo es, ni más ni menos, la melodía de ‘El Bolero de Algodre’, en una interpretación totalmente fuera de lugar (¡Qué irrespetuoso disparate, evocar con tal música la expresión ‘Cuerpo salado, déjate querer’ delante de una imagen de la Virgen que recibe el cadáver de su Hijo!), y con un arreglo inoportuno y deslavazado que demuestra la ignorancia que su autor tiene de lo que es un contrapunto musicalmente correcto. ¡Lo que le faltaba a esta zarandeada y tan a menudo maltratada pieza maestra de nuestra música popular! Ante tamaño disparate, no puede uno menos de preguntarse si los responsables de la Cofradía del Descendimiento no deberían haber buscado en Valladolid, donde seguro lo encontrarían, un compositor dotado del oficio e inspiración suficientes para crear unas músicas más acordes con el valor artístico de las dos obras maestras de Gregorio Fernández que desfilan en la procesión.

Banda