Miguel Manzano

JERÓNIMO AGUADO SEMBLANZA DE UN MÚSICO DE PROVINCIA (Excursus-Vida de Músico tramo I)
Miguel Manzano


     

El recuerdo primero que conservo de Jerónimo Aguado me lleva a mi primer año de internado en el Seminario Conciliar de Zamora (conciliar del Concilio de Trento, que quede claro). Allí ejercía Jerónimo como profesor auxiliar de música, tratando de meter en las molleras de aquella gleba de chavaletes rústicos las píldoras de teoría musical y las lecciones prácticas de solfeo del método de Arabaolaza, Maestro de Capilla de la Catedral. De aspecto siempre pulcro, portando ostensiblemente el último modelo de gafas, reloj de pulsera, gemelos, estilográfica o sotana, Aguado era capaz de dominar a aquella pandilla de muchachos siempre propensos a armar follón al menor descuido, sobre todo en la clase de música.
Al entonar el tema 24, primero de los dedicados a la lectura de las semicorcheas, venía ya de atrás la costumbre de sustituir el comienzo, sol, sol-fa-mi-re-do, por la muletilla sol, sopla mi farol. Aguado conseguía siempre, extendiendo su mirada autoritaria y amenazante por la clase, que ningún audaz rapaz se atreviera a cantar el chiste. Pero un día se descuidó un segundo, alguien soltó la gracia, y toda la clase estalló en carcajada. La voz había sonado por la zona derecha, donde se alineaban treinta solfistas emparejados en quince pupitres. Los esfuerzos de Jerónimo por cazar al bufón fueron inútiles aquel día y todos los demás, hasta el final de curso. Al terminar cada clase comenzaba el interrogatorio por los de delante: ¿Quién ha sido? Por ahí detrás, era siempre la respuesta, hasta el pupitre número siete. A partir del ocho, la respuesta también era siempre la misma: por ahí delante. Y el castigo idéntico: al final de la clase los treinta de la fila se quedaban cinco minutos tomados del recreo, cantando el sol-fa-mi-re-do, sin soplido de farol, claro está, unas cuantas veces.
Esta anécdota retrata bien a Jerónimo Aguado. Su apariencia seria y un poco hosca ocultaba a medias un perfil humano bondadoso: era incapaz de hacer mal a nadie ni de conservar rencor más de dos días. Su paciencia con nosotros era infinita. Su capacidad de trabajo para cumplir con su deber estaba a prueba de resistencia al aprendizaje de la música. Con mi voz de contralto (tiple segundo, decíamos entonces) a punto de cambiar, yo formé parte durante dos años del coro infantil que Jerónimo había seleccionado para cantar en las fiestas del internado, en las solemnidades catedralicias, en cualquier celebración festiva para la que se requería al maestro Arabaolaza.
Jerónimo trabajaba con insistencia incansable las partes que nos correspondían a los niños, preparando el terreno al Maestro, al que tenía una devoción que ha mantenido hasta el final de su vida. Recuerdo todavía de memoria el exquisito contrapunto a dos voces de una de las estrofas del himno que Arabaolaza escribió para celebrar la beatificación de la Madre Soledad Torres Acosta, fundadora de las Siervas de María, sus vecinas. Aguado nos lo hizo aprender nota a nota, sin papeles (para nada valían), hasta que salía bordado, a gusto del Maestro. Recuerdo también de memoria el O Sacrum Convivium y el Tantum ergo a tres voces, que siempre sonaban en el altar que las monjas del Tránsito preparaban para que estacionara la procesión, cuando todavía el día del Corpus era de verdad una fiesta de la Hostia, y no el extemporáneo y menguado desfile al que hoy ha quedado reducida, ininteligible ya para los que con aire de indiferencia lo ven por las calles, como aquel que al ver pasar la procesión con el carro triunfante preguntaba desconcertado si no había terminado ya la Semana Santa. Jerónimo cantaba su parte de tenor en aquellos motetes eucarísticos, pero siempre vigilante, sin quitarnos la vista de encima a los pequeños doctrinos de los que era responsable, para evitar que nos distrajese el vuelo de los vencejos en las penúltimas luces de la tarde eucarística.
Quién me iba a decir entonces que diez años más tarde iba a volver a encontrarme con mi primer maestro como colega en la Capilla de la Catedral, donde él ejercía como tenor. Allí fuimos a parar Juan Manuel Hidalgo y yo, por orden del obispo Eduardo Martínez, que añorando sus años de Comillas, quiso reformar en lo musical un recinto y un colectivo que se resistía a dejar de ser una reserva medieval, en lo musical y en todo lo demás. Cuando Hidalgo, ejerciendo con su potente voz de sochantre, trataba de frenar las prisas irreverentes de los profesionales del culto catedralicio, Jerónimo se unía también a aquel esfuerzo con su chorro de voz un punto gangosa, llevado por el escrúpulo de conciencia que le impulsaba siempre a pronunciar los textos litúrgicos en toda su integridad. La Capilla Catedralicia, dentro de su modestia provinciana, tuvo por aquellos años prevaticanos una leve reanimación, con la que terminó en poco tiempo, ¡qué ironía!, la constitución conciliar de Sagrada Liturgia, en la que se instituía la renovación del culto y la introducción de las lenguas vernáculas en el culto oficial. Como la Capilla sólo estaba preparada para cantar en latín, sucumbió en pocos años. De la postura de Jerónimo ante los cambios no recuerdo las discusiones de detalle, en que a menudo nos enzarzábamos, pero sí su actitud invariable: no entendía del todo, pero obedecía siempre, llevado por el sometimiento a las normas que le imponía su código ético.
     Pero Jerónimo Aguado tenía impulso y vocación de músico, y pasado algún tiempo volvió a su imparable afición, que siempre fue su segunda vida. Cuando la Capilla se extinguió y el magisterio musical que mantuvo su lenta agonía se recicló en enseñanza del código de circulación, Jerónimo logró poco a poco, voz a voz, persona a persona, fundar una agrupación coral que reavivó el mortecino fuego musical que todavía quedaba en algunas memorias. El Coro Sacro ha sido durante años una prolongación viva de este músico “de provincia”, dicho sea el apelativo con ánimo de alabanza, pues yo también lo soy, y a mucha honra. Aguado fue músico autodidacta que con sus dotes naturales logró desde el principio superar la escasa formación que el maestro Arabaolaza impartía, pues el Maestro nunca enseñó a un alumno, ni siquiera aventajado, los secretos musicales que tan bien dominaba (otra cosa es que algunos los aprendiéramos por nuestra cuenta a base de estudiar sus obras). Y creo yo que éste ha sido el gran mérito de Jerónimo Aguado: su afán de superación, que hasta le mantuvo vivo y activo bastantes años, a pesar del grave bache que sufrió su salud. Su dedicación llevó al Coro Sacro hasta los límites de que él era capaz, límites que en música son siempre amplios en extensión. Gracias a él, sonó durante años un coro singular en esta Zamora nuestra, tan necesitada de todo lo que sea una iniciativa musical.
Afortunadamente, parece que estas voces del Coro Sacro no van a extinguirse, y están ya en camino de restauración, con un pie en lo “sacro”, ahora que queda poco y es necesario, y el otro en lo profano, o mejor en lo civil, en la música de los otros recintos. Esta reactivación es un deber para la memoria de Jerónimo Aguado, y parece que así lo han entendido los que han tomado su relevo. (Escrito publicado en La Opinión de Zamora al día siguiente del fallecimiento de D. Jerónimo Aguado)

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